Tragedia en Cobas

13/06/2009, Luis Taboada González

Mucho tardan papá y mamá y yo ya empiezo a tener hambre, dijo la más pequeña. Pues a mi ya me rugen las tripas, confirmó su hermana. ¿Y si salimos a ver si los vemos? No, dijo la mayor con vehemencia. Nos tienen dicho que no salgamos si ellos no están aquí. Además podríamos perdernos y sería peor para todos. Las dos pequeñas, solas en su hogar, solo podían esperar.

Hacía ya bastante tiempo que habían desayunado. No habían comido nada más desde entonces. En esos momentos, solas y hambrientas, las dos hermanas, empiezan a preocuparse seriamente. La desesperación puede llevarlas a cometer alguna imprudencia. Afortunadamente, tal vez por el miedo o quizá por el hambre, no se mueven del sitio. Nunca se habían visto en esta situación y para su corta edad, esta traumática circunstancia, aún no las había alterado psíquicamente. Dada esta edad, están demostrando una serenidad propia de un adulto.

Tal vez, cuando nos encontramos ante una adversidad, el organismo se fortalece de alguna manera, se activan recursos que están aletargados, se potencian características físicas. El cerebro trabaja a mayor ritmo, con riesgo de descarrilar. Afortunadamente en este caso, parece que estos cambios aún no se han dado.

No muy lejos de allí, sus padres, apenas salir del hogar, se encontrarían,  ante un serio problema que no alcanzaban a imaginar. Caminaban tranquilamente por las lisas arenas de la playa de Ponzos. Las olas en su ir y venir habían dejado la arena como una alfombra, sin una sola huella. Con frecuencia, esta pareja, daba largos recorridos por la orilla,  donde las idas y venidas de las olas, al amanecer, o con la puesta del sol, les unía en un silencio de comunicación. Los gestos, las miradas eran suficientes para que los pensamientos de uno llegasen al otro. Era un silencioso diálogo, donde los sonidos no eran necesarios cuando la compenetración era tan intensa. Bastaba un simple movimiento, un giro de cabeza, una inclinación, para que el otro supiese el significado de lo que le indicaba con ello.

De pronto, algo rompió esta silenciosa comunicación y sus miradas se encontraron para interrogarse mutuamente. La pregunta que se intercambiaban era: ¿qué es eso? Vieron como las olas llegaban con otro color, despojadas de ese maravilloso blanco de la espuma.  El tono era muy oscuro, prácticamente negro. Se encontraban ante algo desconocido para ellos. Algo nuevo, nunca visto. Se acercaron poco a poco, con algo de temor, para ver de cerca aquello. El espíritu algo aventurero de la pareja, les animaba a acercarse, si bien con cierto recelo. Una vez estuvieron a una distancia prudente se miraron de nuevo. Podían ya tocarlo pero no se atrevían. Estaban solos en aquel lugar que tantas veces habían pisado, ante algo desconocido, y no había nadie cerca a quien poder preguntarle.

Ella, más prudente, le dijo, vámonos, no me gusta nada eso. Espera, dijo él, más atrevido, haciendo ademán de tocarlo. No lo toques, insistió ella. Pero él, acostumbrado a ir con frecuencia delante, abriendo camino, debió pensar que si aquello estaba allí, seguro que tendría alguna utilidad. Avanzó lentamente y ella le siguió sus pasos. Cuando estuvo tan cerca como para oler aquello, se dio cuenta al instante de que podía ser peligroso. Sorprendido, retrocedió bruscamente, tropezando con ella que se encontraba prácticamente pegada a él y cayendo ambos sobre aquella mezcla de agua, arena  y aquel pegajoso producto. Una ola más fuerte les alcanzó  aparatosamente, impregnándose aún más con aquello. Ella intentó sacarle de allí, pero se vio envuelta también en aquel pegajoso elemento.

Mientras, sus hijas, solas, ansiosas, asustadas, hambrientas, comenzaban a entrar en pánico. Sus padres habían salido a primera hora de la mañana,  pronto se pondría el sol y lo único que podrían hacer era seguir esperando. Sabían que nadie se percataría de que estaban solas, y que por lo tanto, no les ayudarían. Para consolarse, se arrimó la una a la otra, cerraron los ojos y se quedaron inmóviles. La esperanza es lo último que les quedaba, y tendrían que aferrarse a ella con todos sus sentimientos.

Poco más tarde, sorprendentemente, y por desgracia, sus padres se debaten ya entre la vida y la muerte. Algo que se inició por simple curiosidad, esta a punto de acabar en una tragedia. Aquella masa negra, viscosa y maloliente, los envolvía a ambos, por todos lados. Estaban impregnados totalmente, y con cada movimiento que hacían para tratar de liberarse, lo que conseguían era llenarse más de aquello. Aleteó vigorosamente, en un último esfuerzo, pero el fuel le cubrió irremediablemente las alas, quedando en una posición que hacía muy difícil siquiera volver a intentarlo. Y ella en se esfuerzo de ayudarle a salir,  quedó también atrapada. Vaqueteadas por las olas que venían y se retiraban, intentando con su pleamar llenar el arenal, parecían ya un montón de algas.

En una breve pausa, en aquel movimiento, coincidieron cerca entre si y haciendo un esfuerzo, se miraron lastimosamente sin parpadear. Comprendieron que aquello era el final. Sus corazones aún palpitaban aceleradamente por el esfuerzo. Un nuevo cruce de miradas llevó a ambos mentalmente al nido donde sus hijas los esperaban, ahora en vano.

El sol llegaba ya al final de su periplo, y aquellas dos gaviotas yacían ya casi inmóviles, extenuadas, agotadas sus fuerzas y esperanzas, entre aquella maloliente masa, que las olas movía en su avance y retroceso, haciendo una mezcla de algas, espuma, arena y ennegrecidas plumas.

Sus dos pequeñas esperarán inútilmente la llegada de sus progenitores.

 

Gracias, Prestige.

 

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